Santa Misa de Ordenación episcopal

Alocución de Mons. D. Alejandro Arellano Cedillo
Arzobispo titular de Bisuldino
Decano del Tribunal de la Rota Romana

S.I. Catedral de Ntra. Sra. de la Asunción, Toledo
Sábado, 25 de marzo de 2023

1. En esta Catedral primada de Toledo, iglesia madre y signo sacramental de la Iglesia de Cristo, presente en tierras Castellanas, entre vosotros, pueblo sacerdotal, rico de dones, ministerios y carismas, acabo de vivir uno de los momentos más importantes de mi vida: la ordenación episcopal.

El Señor Jesús, por la acción de su Santo Espíritu, me ha configurado en plenitud con Él, Buen Pastor. La alegría nace de ver continuar el ministerio episcopal en una persona que lo ha recibido por gracia, sin algún mérito, consciente de que no actúa en nombre propio, sino en el nombre de Cristo, y, por tanto, al servicio de todos en la Iglesia.

La gracia del sacramento ha unido mi vida indisolublemente al servicio del Evangelio y de la Iglesia, de la Iglesia de Roma y de la Iglesia universal, a la que sirvo en la persona del Sucesor de Pedro, que la preside en la caridad. Pido al Señor dejarme plasmar por la gracia del sacramento y, como he prometido con las palabras del rito, busque, constantemente en la oración, la unión con Cristo, llegando a ser imagen creíble de Él, Buen Pastor.

Si me preguntasen qué da sentido a mi vida, no dudaría en decir: vivirla como respuesta a la vocación a la que Dios me ha llamado. Nadie nos conoce y ama como Él, que nos ha creado.

Vivir la vida como respuesta a la vocación con la que Dios nos llama significa donarse totalmente a Él y a los otros por amor, con la fuerza del Espíritu, en un éxodo, siempre nuevo, de sí mismo sin retorno, que es el camino de la fe y del amor donde se nos da la posibilidad de alcanzar el cumplimiento de aquello que somos, y de actuar conforme al designio de Dios.

Estar siempre bajo la acción de Dios de manera que experimentemos cada día la belleza de nuestra vida como respuesta al don de la vocación que viene de Dios y a Él retorna, tanto en el tiempo de la alegría como en el de las lágrimas, tanto en la fidelidad de la siembra, como en el gozo de la cosecha. Lo que cuenta es recibir la vocación del Eterno y restituirla a Él en cada instante de nuestra vida, sin cálculos o condiciones, en humilde y adorante ofrenda de fe y de amor.

Como Abraham, dejé mi tierra y fui donde el Señor me condujo, para servir a la Iglesia y al Sucesor de Pedro con todo el corazón, con la inteligencia, la fe y la caridad de un joven sacerdote. Hoy me encuentro en esta Catedral primada con la serenidad, la humildad y la madurez que dan los años, consciente de mis límites, pero con la confianza incondicional en la fidelidad de Dios. Siento claramente que en mi vida el Fiel ha sido y continúa siendo Él: me ha acompañado y sostenido con la fuerza del Espíritu en los momentos de gozo, y en medio de las pruebas. Por ello, al Padre de toda misericordia confío mi ministerio episcopal, renovando mi “Fiat” con temor, pero también con la certeza de saber en Quien he puesto mi confianza.

El texto bíblico del que he tomado el lema episcopal: “Para mí la vida es Cristo”, quiere reflejar lo que para mí supuso el encuentro con el Señor: amor y esperanza que se transforman en camino en la Iglesia. En efecto, de joven buscaba respuestas a las preguntas de la vida; he recibido como don el acceso a la fuente del ser que es Amor, Dios, que ha colmado mi corazón. Esta experiencia se transformó en vocación, que me ha hecho experimentar la vía de una vida plena y realizada. Esta vocación, luego, ha tomado la forma de la misión en tiempos, lugares y modalidades diversos. Esta misión, hoy, con la llamada al ministerio episcopal asume caracteres y dimensiones que nunca habría imaginado.

Soy obispo titular al servicio del Sucesor de Pedro en la Curia Romana, y esto me abre a la universalidad de la Iglesia. No tengo una porción concreta de fieles donde sea Pastor, no soy arzobispo de una Iglesia particular. Creo que esta realidad me exige dilatar los espacios del alma, ampliar horizontes. Mi servicio pastoral es a toda la Iglesia, a todos los cristianos que la conforman; aún más: a cada ser humano llamado por Dios a la felicidad plena.

2. En el famoso cuadro del Caravaggio, en la iglesia de San Luis de los Franceses, en Roma, se representa el momento decisivo de la llamada de Mateo. Jesús señala con el dedo a Mateo que está sentado a la mesa de los impuestos, y le dice: “Sígueme”. Mateo parece no entender la invitación, y reacciona maravillado y, a su vez, con el dedo se indica a sí mismo, como si quisiera pedir una confirmación: ¿me llamas a mí? ¿A mí, que soy un pobre hombre pecador? Ante esta realidad sólo cabe la confianza y el agradecimiento. No temáis nunca ante las cosas de Dios y disfrutad del don con que nos ha bendecido, fortaleciendo vuestra
fe y vuestro testimonio siempre humilde.

Efectivamente, hoy el Señor me ha preguntado nuevamente: «¿me amas?» Porque solo el amor es importante, solo el amor es la respuesta, solo el amor permanece. Deus caritas est (cf. 1 Jn 4, 16). Por eso, mi vida y mi servicio episcopal no son sino una historia de amor. «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17) ¿Por qué me has elegido? ¿Por qué a mí? Tan frágil e insuficiente. Ya no es el momento de las preguntas. Solo quiero seguirte. Pero no en la distancia, sino a tu lado.

Siempre juntos, Señor; siempre contigo. Soy un peregrino que camina en el tiempo hacia la Patria del Cielo. Pero no estoy solo. La vocación no es una tarea individualista, sino comunitaria: en la Iglesia y por la Iglesia. Familia de Dios. Iglesia a la que amo apasionadamente. Hoy quisiera acariciarla en cada rostro, abrazarla en los necesitados, poner el bálsamo de Dios en sus heridas, asumir gozoso su variedad en la unidad, compartir y proclamar la Buena Noticia de Cristo que nos convoca y nos une. Aquí, hoy, en este momento solemne y crucial de mi vida, con toda la fuerza de la que soy capaz, reitero mi total y absoluta disponibilidad para continuar sirviendo con fidelidad a la Iglesia.

3. Al finalizar esta celebración, durante la cual se me ha conferido la gracia de la ordenación episcopal que me ha insertado en la sucesión apostólica y en el Colegio de los obispos, deseo dar gracias a Dios por el don recibido, que va más allá de mis méritos y de cualquier previsión personal. Verdaderamente es el Señor quien ha guiado los pasos de mi vida, hasta el punto de haber reconocido y reconocer, con humilde confianza, continuamente los signos de su presencia y de su constante misericordia hacia mí. Si mi vida ha conservado una lógica y una coherencia es porque Cristo la ha guiado, la ha iluminado y la ha enriquecido con su misericordia.

Agradezco al Santo Padre, Francisco, que me haya elegido para el episcopado de manera directa y personal, dándome la especial certeza de que ésta es la voluntad de Dios para mí; por ello, y por todos los signos de benevolencia que me ha manifestado y me manifiesta, mi agradecimiento, y el afecto inmenso de mi corazón, unido a la comunión más plena con el ministerio petrino.

Gracias a los Obispos ordenantes: en primer lugar, a Su Eminencia el Card. Pietro Parolin, Secretario de Estado de Su Santidad, por haber aceptado presidir esta celebración. A través de Vuestra Eminencia he sido incorporado de manera especial en la continuidad de la sucesión apostólica, y esto es para mí motivo de particular honor y gratitud. Gracias a los Obispos co-consagrantes, a Su Eminencia el Card. Mario Grech, Secretario General del Sínodo de los Obispos, con quien me une una sincera y fraterna amistad, y a su Excelencia Mons. Francisco Cerro Chaves, Pastor de mi Iglesia de origen, al que me une la comunión de los años vividos en el Seminario, y al que expreso también mi especial gratitud por la estima y confianza que siempre me ha manifestado.

Gratitud a Mons Bernardito Cleopas Auza, Nuncio apostólico en España, que me honra con su presencia.

Gracias a todos los Cardenales, Arzobispos y Obispos que han querido acompañarme en esta celebración, así como a todos aquellos que desde distintas partes del mundo, especialmente de la Curia Romana, me han hecho llegar sus felicitaciones asegurándome su comunión orante. Un agradecimiento particular al Presidente de la Conferencia Episcopal de México, Mons. Rogelio Cabrera, que no obstante la distancia, ha querido, con su presencia, expresarme su afecto y cercanía.

Mi gratitud se dirige ahora a los Prelados Auditores y a todos los miembros del Tribunal de la Rota Romana, con los que comparto cotidianamente los gozos y las fatigas del servicio eclesial que se nos ha encomendado. Con vosotros y por vosotros, invoco el don del Espíritu, para que, como sucesor de los Apóstoles, en la administración de la justicia, asuma el estilo del Buen pastor, sea guardián de la verdad y ministro de la caridad. Estamos llamados a construir un nuevo rostro en el ministerium iustitiae de Iglesia, que, sin renunciar al mandato de juzgar, sea capaz de transmitir visiblemente la maternidad que está llamada a expresar hacia sus hijos heridos, y sobre todo la misericordia del Padre, derramando sobre los hombres que esperan justicia, el bálsamo de Dios.

Quisiera expresar también mi gratitud y saludar respetuosamente a todas las Autoridades civiles y militares, representantes de las Instituciones y de la vida política, social y cultural, que han querido estar presentes en esta celebración. A todos ellos les aseguro mi recuerdo en la oración.

Un agradecimiento particular a los presbíteros de la Confraternidad Sacerdotal de los Operarios del Reino de Cristo, hermanos en la gracia del sacerdocio, y familia de elección, hoy representada aquí por su Director General, el Rev.do Enrique Amezcua Medina; con vosotros me une una fraternidad de comunión antigua y profunda, con vosotros he compartdo cotidianamente el carisma, la oración y mi ministerio sacerdotal.

Gracias a la Archidiócesis de Toledo: he amado y amo esta ciudad, su gente, su historia; aquí he recibido la fe y el bautismo, y de manos de D. Marcelo González Martín, Pastor que dejó una huella imborrable en muchos de nosotros, el don inconmensurable del sacerdocio. Siempre me he sentido orgulloso de pertenecer a una Iglesia rica de historia, de vida y de frutos de ciencia y santidad.

Y en ella quiero expresar mi gratitud a todo su Presbiterio; con muchos de vosotros he vivido una experiencia rica de fraternidad sacerdotal, edificante e inolvidable, una historia de años que han representado la posibilidad de madurar la decisión de un camino espiritual auténtico y una vida fraterna y de amistad, que me ha sostenido y me sostiene hasta hoy.

Un recuerdo especial, lleno de emoción, a todos los superiores, educadores y formadores del Seminario. Muchos han dejado ya esta tierra, y ahora nos bendicen desde el cielo.

Gratitud también a mi Familia, que verdaderamente es tal no sólo según la carne, sino también en el espíritu. He tenido la gracia de vivir en una familia donde he recibido la primera formación cristiana, donde he respirado e interiorizado la certeza del amor, que me ha dado seguridad; allí he aprendido a apreciar y acoger el don de la fe y el amor a la Iglesia.

En la gratitud a mi familia deseo incluir a todas las personas, sacerdotes y amigos laicos, que, en las diferentes etapas de mi ministerio sacerdotal, me han hecho sentir la presencia del Señor y me han acompañado con su oración y amistad.

Mi agradecimiento se dirige también a las Autoridades académicas, que con su presencia testimonian la comunión fraterna donde he desarrollado mi actividad docente: a los profesores de la Universidad de San Dámaso, de la Universidad Gregoriana y de la Universidad de la Santa Cruz.

Gracias a la comunidad parroquial de San Pedro Apóstol. Allí, entre vosotros y con vosotros, he sido incorporado a la vida cristiana y he podido alimentarme, muchas veces, de Cristo. Con vosotros he aprendido los misterios de la fe, la magnífica y siempre frágil realidad de la Iglesia. He tenido el privilegio de desarrollar mi ministerio, en estos años, entre vosotros, consolidando vínculos de amistad de toda una vida y creando otros nuevos. Siempre os llevaré en el corazón, porque sois parte de mí; y me alienta tener, dondequiera que me encuentre, la certeza de estar en casa entre vosotros.

Gracias a las Hermanas de la Cruz: ustedes son una riqueza para la Iglesia y, de una forma especial, para mí. Pues en su oración he confiado y descansado mi vida. ¡Qué dicha vivir las etapas de mi ministerio sacerdotal siempre cerca de una comunidad religiosa! Ustedes, con su oración y el tesimonio de su vida, nos ayudan a estar unidos como sarmientos a la vid, que es Cristo. De este modo, gracias a vuestra oración, podremos dar mucho fruto en favor del Reino de Dios.

Por último, agradezco a todas las personas que se han comprometido, con generosidad, dedicación y sacrificio, en la preparación de esta celebración. Al oficio litúrgico, a los ceremonieros, a la Coral y a su director, por el perfecto desarrollo de la celebración.

La Palabra de Dios que ha sido proclamada en el Evangelio nos plantea la pregunta: ¿qué hacer para entrar en el misterio de elección divina y dejarnos envolver por la predestinación del eterno Amor? La respuesta a este interrogante tiene un nombre: María. Ella es el fragmento donde ha venido a habitar Todo el Eterno. El terreno de adviento de la gracia que libera y salva.

En el Fiat de María se encuentra concentrado todo el misterio de su fe, el manantial de su caridad, la fuerza de su esperanza. He elegido este día para mi ordenación episcopal porque el misterio de la Anunciación representa el centro y el corazón de la historia de la salvación, donde el cielo y la tierra se encuentran, y se celebran las bodas del Eterno con sus criaturas. Como para María, para mí la vida es Cristo, y este es el proyecto de mi ministerio episcopal: ser hombre de la Palabra, evangelizador fiel del Pueblo de Dios, silencio habitado por Dios para llegar a ser palabra generosa y fecunda que llame a la puerta de los corazones de todos aquellos que el Señor confíe a mi cuidado.

Un obispo con corazón de Padre, humano y comprensivo con todos, un maestro de la fe y Padre de la caridad, testigo de la esperanza y capaz de contagiar la alegría de vivir para Dios, transmitiendo a todos, especialmente a los más necesitados, razones de vida y de esperanza en el seguimiento del Evangelio de Jesús, vida nuestra.

Pido a María Santísima, templo en el que ha venido a habitar la eterna Palabra de la vida, que me enseñe a amar el silencio interior, la perseverancia en la espera, la docilidad del corazón fiel. Que haga de mí un Pastor conforme al corazón de Dios, habitado por la Palabra para ser Evangelio vivo de todos aquellos que el Señor me encomiende, siempre dispuesto a conjugar en mi vida la fe que nos hace libres, uniéndonos a Dios, y la caridad que nos hace siervos, abriéndonos a las necesidades de los hombres.

Que el ejemplo de María me conceda el humilde valor de la esperanza, y con Su ejemplo y Su ayuda materna, lo pueda transmitir a los corazones que esperan de Él la Palabra de la vida, el don de la Belleza que salva y salvará al mundo, Jesucristo Nuestro único Señor, luz de nuestra vida.

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