Bodas de oro y plata sacerdotales en la fiesta de san Juan de Ávila

EL OBISPO DE SIGÜENZA-GUADALAJARA

BODAS DE ORO Y PLATA SACERDOTALES EN LA FIESTA DE SAN JUAN DE ÁVILA, PATRONO DEL CLERO SECULAR ESPAÑOL

(Santa Iglesia Catedral Basílica de Sigüenza, 11 de mayo de 2023)

Los presbíteros hemos meditado muchas veces el texto evangélico de San Mateo, cuando llama a los apóstoles y los invita a estar con Él para enviarlos a evangelizar (Mt 3, 13-14). Con esta indicación, el evangelista quiere recordarnos que el anuncio del evangelio supone un encuentro y una relación íntima con Aquel que nos ha llamado y que nos envía en misión.

Al comentar este texto evangélico, San Juan Pablo II afirma en Pastores dabo vobis que, «después de haberlos llamado y antes de enviarlos, es más para poder mandarlos a predicar, Jesús le pide un tiempo de formación, destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él. Dedica a ellos una catequesis más íntima que al resto de la gente (Mt 13, 11) y quiere que sean testigos de su oración silenciosa al Padre» (n 42).

Por este comentario del Papa, vemos que Jesús presta especial atención a los apóstoles para que descubran el corazón misericordioso del Padre por medio de sus palabras y obras. Se trata de vivir con Él y, por medio de Él, permanecer atentos y abiertos a la contemplación del misterio trinitario, de donde nace el sacerdocio. Para esto, es necesario llegar a decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí».

Los presbíteros, a partir de nuestra inserción en el misterio trinitario por el bautismo, hemos sido consagrados a la Santísima Trinidad y, por tanto, la vida ya no nos pertenece, le pertenece a Dios. Por eso, para vivir el verdadero sentido de nuestra identidad, los cristianos y los sacerdotes necesitamos no solo vivir en Cristo, sino permanecer en Él. Si no permanecemos en Cristo, abiertos al amor del Padre y dejándonos conducir por el Espíritu Santo, no podremos identificarnos como presbíteros ni tendremos éxito en la actividad pastoral y en la misión evangelizadora.

La permanencia en el amor de Cristo, como nos recordaba el texto del evangelio que hemos proclamado, es la confirmación de que su amor ha penetrado en nuestro corazón y, por tanto, la condición para poder mostrar este amor a nuestros semejantes. El Paráclito, el Espíritu de la verdad, que el Padre enviará en mi nombre será quien derrame este amor en nuestros corazones y nos recuerde todo lo que Jesús nos ha dicho (Jn 14, 23).

Jesús, además de afirmar que quienes permanezcan separados de Él, como el sarmiento cortado de la vid, no podrán producir frutos, nos invita a permanecer en Él mediante el cumplimiento de sus mandatos, como Él cumplió los mandamientos del Padre y, mediante la recepción de su cuerpo y de su sangre: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me come, vivirá por mí» (Jn 6, 56-57).

Estos textos evangélicos nos revelan que la intimidad con Jesús, la permanencia en Él, en sus enseñanzas y mandatos, es al mismo tiempo comunión de vida y amor con el Padre y con el Espíritu Santo. Y esta permanencia en la Trinidad se expresa y se manifiesta en la caridad fraterna y en la unidad. Además, la permanencia en Cristo es la condición para que nuestro ministerio dé frutos: «Sin mí, nada podéis hacer».

San Juan de Ávila, comentando la necesidad del sacerdote de vivir en Cristo y de no cerrarse en sí mismo dirá: «No vivas en ti que morirás, arrójate en Él y te encontrarás con aquel dulcísimo panal que sobrepasa toda dulcedumbre» (Carta 82). «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí».

En este día, al tiempo que damos gracias a Dios por la fidelidad, la entrega y la generosa acción pastoral de los hermanos sacerdotes que celebran sus bodas de oro y de plata sacerdotales, somos invitados a renovar nuestro propósito de permanecer en Cristo y de acrecentar la comunión con Él, con su testimonio de amor a todos los hombres y con sus enseñanzas para que nuestro ministerio produzca frutos abundantes en el servicio pastoral a los miembros de nuestras comunidades.

En tiempos difíciles para la acción pastoral, además de programar actividades, es preciso que antes programemos la conversión al Señor. Como decía el Papa a los obispos, sacerdotes, consagrados y agentes pastorales en la Concatedral de San Esteban (Budapest), en su reciente viaje a Hungría, para no caer en «el derrotismo catastrofista y en el conformismo mundano», «hemos de volver a Cristo resucitado, que es el futuro». «De lo contrario podemos caer fácilmente en los vientos cambiantes de la mundanidad, que es lo peor que puede pasarle a la Iglesia».

La vivencia de la sinodalidad, el impulso de la nueva evangelización y la preocupación por los hermanos más necesitados de la sociedad requiere, sin duda, nuevos métodos y nuevas formas de proponer el Evangelio, pero sobre todo exigen la conversión personal, la renovación del ardor misionero y pastoral, la vuelta constante a Cristo y a su Evangelio.

En este sentido, nos vendría muy bien a todos revisar las promesas que hicimos ante el obispo, los hermanos presbíteros y los miembros de la comunidad cristiana el día de nuestra ordenación sacerdotal. En aquel momento respondíamos afirmativamente al obispo, cuando nos preguntaba: «¿Quieres unirte cada día más a Cristo sumo Sacerdote, que se ofreció por nosotros al Padre como víctima santa, y en Él consagrarte a Dios para la salvación de los hombres?».

De acuerdo con el contenido de esta pregunta y la respuesta positiva a la misma, constatamos que la consagración a Dios y la unión cada día más perfecta a Jesucristo, definen el misterio del sacerdocio, que es un maravilloso intercambio entre Dios y el hombre. Refiriéndose a este aspecto del sacerdocio, San Juan Pablo II decía que «el sacerdote ofrece a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación casi haciendo de este hombre otro sí mismo» (Don y misterio). De acuerdo con esta afirmación del Papa, resulta evidente que el sacerdocio hunde sus raíces y tiene su origen en el sacerdocio de Cristo.

Pidamos a la Santísima Virgen que nos proteja y nos enseñe a mantener viva nuestra mirada en el rostro de Cristo, muerto y resucitado, pues los presbíteros somos llamados para poner a los hombres en relación con Él para que tengan vida y para que se produzca el diálogo de amor entre el Maestro y el discípulo que provoque su conversión interior, como les sucedió a los discípulos de Emaús, después de la resurrección del Señor.

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