La implicación de las Cofradías y Hermandades en el próximo Jubileo de la Iglesia. El Jubileo cofrade

Conferencia de S.E. Mons. Rino Fisichella
Arzobispo titular de Voghenza
Pro-Prefecto del Dicasterio para la Evangelización

Iglesia de San Julián, Málaga
Miércoles, 17 de mayo de 2023

“El mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia.

Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda”.

Introduzco con estas palabras llenas de actualidad que San Pablo VI escribió en la inolvidable y siempre vigente Evangelii nuntiandi. A pesar del rechazo de Dios que frecuentemente se hace visible por tantos comportamientos arrogantes, muchas personas hoy están en una fatigosa búsqueda de Dios. Para un creyente esta condición es una provocación que no puede ser ignorada. Es necesario, una vez más, encontrar las formas a través de las cuales hacer a las personas capaces de encontrar a Dios. “Hablar de un Dios que sea para ellos familiar como si estuvieran viendo al Invisible”. Y éste es el gran desafío que involucra a la evangelización en el mundo contemporáneo. Trayendo a la mente un hecho conocido: un gran abogado ateo y fuertemente laicista se dirigió a Ars, porque había oído hablar del párroco de aquel pueblo. A su regreso a París, sus amigos le preguntaron cómo le fue en su viaje a aquel poblado. Su respuesta dejo atónitos a los interlocutores; respondió simplemente: “He visto a Dios en un hombre” de personas que han verdaderamente encontrado a Dios y han cambiado su vida; merecerían ser conocidas y consideradas.

Estamos siempre fascinados por la conversión de los grandes santos, de Pablo en el camino a Damasco, a Agustín que se echa a llorar porque ha desperdiciado demasiado tempo lejos de la belleza de Dios; de Ignacio de Loyola que herido a muerte descubre que de soldado debe convertirse en discípulo, a Teresa Benedicta de la Cruz que descubre el rostro de Cristo releyendo las Escrituras de los Padres.

Poseemos historias reales, verdaderas y cercanas a nosotros de tantas personas que sólo entrando en una iglesia y escuchando la palabra del Evangelio que viene proclamada, comprenden cuánto ha sido inútil hasta aquel momento su vida lejana de Dios. “Dieu existe, je l’ai rencontré” es el famoso libro de tantos años atrás de A. Frossard, que parece hacer una síntesis de todo este recorrido.

En la misma carta apostólica, San Pablo VI escribió aquella lapidaria expresión que permanece como un axioma también para nuestros días: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan; o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (EN 41).

Parece que estas palabras son como el eco de cuanto escribió Pedro a los jóvenes de la diáspora en su primera carta: “No les tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo (1Pe 3,14-16).

Como se puede observar, vuelve con toda su fuerza el tema del testimonio que estamos llamados a vivir para que el Evangelio se convierta en una palabra viva que atrae y hace fascinante la elección de fe. Será bueno, entonces, detenerse algunos momentos en cómo la vida de una Cofradía puede desarrollar su obra a la luz del testimonio del Invisible. Por otro lado, no podemos olvidar que una mirada histórica al inicio de las cofradías muestra con toda evidencia el rol de la calidad efectiva que se desarrollaba para ir al encuentro a la petición de Jesús de vivir las obras de misericordia como son delineadas en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo.

Me atrevería a afirmar, que la primera tarea de las cofradías en su obra de evangelización es el testimonio de vida como personas que comprenden el significado de ser “hermanos” y “hermanas”. Es un compromiso solemne que se hace visible también en la promesa de pertenencia que cada miembro pronuncia, y en esa promesa, ve la fatiga y la alegría del propio servicio gratuito y generoso.

Este, probablemente, es el origen al cual mirar para reencontrar la fuerza y el apoyo no sólo en las obras que realizan, sino sobre todo por el significado que llevan a la vida personal de cada uno. Sentirse parte de una comunidad; vivir el sentido de pertenencia a una comunidad de personas que hacen de la comunión su estilo de vida. Como se ve, no podemos alejarnos de cuanto ha sido nuestra historia desde los inicios y que ha encontrado en el curso de los siglos una forma de realización propia, peculiar y múltiple. Hacer referencia a la primera comunidad cristiana, por lo tanto, es normativo: “Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones…Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar” (Hch 2,41-47).

He hecho referencia a ser “Testigos del Invisible”. Esta expresión nos lleva inmediatamente a un término que es fundamental en la fe, y por lo tanto, tiene necesidad de ser para nosotros una referencia decisiva: el misterio.

No es difícil verificar en nuestro contemporáneo una reacción contradictoria en relación con el misterio; (en algunos casos se podría hablar incluso de alergia. El asunto estremece aún más si se verifican los datos, según los cuales, existe una tendencia hacia el mundo esotérico y expresiones de superstición en distintos niveles que contrastan con la cultura científica de nuestros días. Dejando atrás una concepción numinosa del mundo, nuestro contemporáneo parece ver sólo espacios para la comprensión racional de si y del mundo.

La ciencia y la técnica se adentran cada vez más en horizontes que hasta ayer parecían imposibles de alcanzar. Sin embargo, mientras más se adentra en la comprensión del cosmos, más se hace urgente la pregunta acerca del sentido y el proyecto cultural que sostiene esta visión del hombre y del mundo. A un hombre cada vez más expuesto al predominio de la tecnología que a varios niveles determina, se quiera o no, las fases fundamentales de la vida, la referencia a la ciencia y a la tecnología, que es la hija primogénita, se convierte inmediata y casi instintiva. La “maquina” asume cada vez más poder, hasta establecer, también por la vía legislativa, cuándo se está en presencia de la vida y de la muerte, cuándo se pueden extraer los órganos y cuándo se puede fecundar una célula.

En todo este horizonte, el misterio de la existencia personal parece desvanecerse frente al poder de la técnica, a tal punto que el entusiasmo por la belleza de las emociones parece disminuir cada vez más, y el hombre se encuentra rodeado de objetos convertidos ahora en una prótesis insustituible, sin más posibilidad de reaccionar para encontrar expresiones de humanidad que garanticen su unicidad en medio de la creación.

Y sin embargo, la pregunta sobre el sentido de la vida: “¿Quién soy yo en este mundo?” “Dónde me estoy desviando y hacia qué meta?” “¿Existe todavía la posibilidad de amar y ser amado para siempre?”», permanece inmutable, sin posibilidad de quitarla si no solo por el espacio de unos instantes.

La obsesión por el uso y la influencia de la tecnología en la propia vida no puede sino aumentar la pregunta por el sentido y el misterio que envuelve cada existencia personal. Todo esto nos impulsa a afirmar con mayor convicción que el hombre del siglo XXI, a pesar de ser un impenitente racionalista, sobre todo en la cultura tecnificada, siente la necesidad del misterio y de lo inefable; lo percibe con claridad, a veces lo contempla y reconoce que tiene con él un vínculo que nada ni nadie podrá jamás romper.

El valor de la tecnología y su supremacía adquirida a lo largo del tiempo, al punto de identificar estos tiempos como los de la tecnocracia, puede redimensionarse en virtud de la presencia del misterio que plantea interrogantes que la tecnología y la ciencia no pueden responder. De alguna manera, precisamente ante los dramas que experimenta la humanidad frente al poder de la creación, la tecnología muestra su impotencia, su debilidad y su propio limite.

La ciencia y a la tecnología, a decir verdad, se preparan para limitar los daños; crean instrumentos capaces de poder prevenir y defenderse… pero a pesar de ello, la naturaleza muchas veces se convierte en portadora de muertes inesperadas, especialmente para miles de vidas inocentes. Si por un lado la ciencia alcanza progresos y la tecnología crea condiciones para mejorar la vida, por otro lado, se muestra de manera aún más dramática la debilidad que acompaña la vida de la existencia humana y que no exenta a nadie del límite y de la contradicción.

El misterio, por tanto, pertenece al hombre y el hombre se encomienda al misterio para encontrar una respuesta llena de sentido, sin dejarlo en el vacío de la incertidumbre que crea miedo. De la misma manera, evita caer en manos de un pensamiento que tiende a explicarlo todo, sin siquiera poder comprender cabalmente qué es lo que él mismo está pensando y reflexionando.

Para decirlo mejor con Pascal: “No sé quién me puso en el mundo, ni qué es el mundo, ni qué soy yo mismo: estoy en una terrible ignorancia sobre todas estas cosas; No sé lo que es mi cuerpo, mis sentidos, lo que es mi alma, y esta parte de mí que piensa lo que digo, que reflexiona sobre todo y sobre sí misma y no se conoce a sí misma más que a los demás. Veo estos espantosos espacios del universo que me encierran y me encuentro apegado a este rincón de esta vasta extensión, sin saber por qué he sido colocado en este lugar y no en otro, ni por qué este poco tiempo que me ha sido dado vivir me está asignado en este momento y no en otro de toda la eternidad que me ha precedido y que seguirá después de mi”. Y aún más, en otro pensamiento que hace eco de este: “Siento que hubiese podido no ser. no soy un ser necesario. Además, no soy eterno, no soy infinito, pero veo claramente que hay en la naturaleza un ser necesario, eterno e infinito”.

Como se ve, el misterio evita caer en formas pseudorreligiosas que atraen un exceso de sentimentalismo fanático o, por el contrario, teorías reencarnacionistas que anulan la personalidad, negando la misma identidad.

Aceptar con seriedad el misterio equivale a emprender un camino arduo, pero no por ello menos necesario. Este pasa por etapas que, de vez en cuando, marcan el recorrido realizado. Una primera etapa requiere que se sepa enfrentar la realidad, a pesar de que aparezca velada y escondida. Una segunda, sabe afrontar el desafío de la razón que interroga y hace preguntas, aun sabiendo que el propio intelecto tiene un horizonte finito, pero no por ello desistiendo. Una tercera etapa trata de descubrir las “razones del corazón” para vislumbrar entre los pliegues si este misterio es plausible y, más aún, creíble.

Una cuarta etapa sabe hacer de la contemplación el camino privilegiado para entrar coherentemente en el misterio mismo y así comprobar su eficacia.

Finalmente, la última etapa pide el acto de abandono como un ejercicio extremo de libertad que llega a la conclusión de un camino donde ha sido verificado con todos los medios disponibles.

Todo en virtud de este camino, la decisión de acoger el misterio en sí mismo y abandonarse a él satisface, porque ya no se tiene alternativa alguna para encontrar el sentido definitivo de la propia vida.

La verdad del misterio, por tanto, solo puede ser acogida en el amor. Sin el amor que sabe entender el límite y al mismo tiempo tiene la capacidad de ir más allá, sólo quedaría la irracionalidad del rechazo. El dilema, por tanto, discurre entre la aceptación del misterio o su rechazo.

Sólo la conquista de la verdad, al final, nos permite tener solidez y certeza. La vida no solo tiene aspectos positivos; en ella, a menudo, los negativos parecen tener ventaja. Colocarse ante el misterio, sabiendo que es una verdad que se me da a conocer y que en el amor sale a mi encuentro y provecta el futuro, nos permite fundar la existencia sobre la solidez de la roca y no sobre lo efímero de la arena.

Nada como el misterio, en cambio, te permite tener un espacio infinito que se abre a la plenitud de la verdad; quien lo vive tiene la certeza de que la verdad experimentada es siempre mucho más grande y abarcadora de lo que llega a susurrar. La verdad del misterio no oprime ni aplasta a la existencia, sino que le permite ese necesario impulso para tener acceso a Dios, verdad primera y por tanto última, que en el amor se revela a sí mismo y el sentido de su amor, origen de toda verdad y paradigma de todo amor.

Imagino vuestra reacción: bellos pensamientos, pero ¿qué tiene que ver todo esto con la vida de una Cofradía llamada a evangelizar? La respuesta se hace concreta si nos fijamos en los diferentes períodos históricos que nos han

permitido comprobar; tanto la inagotable riqueza del misterio, como lo que ha producido la inteligencia de la fe para hacer cada vez más eficaz su conocimiento. Sólo a modo de ejemplo, pensad en lo sucedido a partir de algunos Padres, pero sobre todo con San Anselmo cuando comenzó a desarrollarse una verdadera teología a partir de la meditación (meditatio) de los misterios de Cristo (mysteria Christi).

 La “meditatio” no debe entenderse, como hoy, a modo de una meditación espiritual; al contrario. Para los autores medievales se trataba, más bien, de una realidad integral donde “espíritu y cuerpo, corazón e intelecto, razón y

sentidos, estado de ánimo y sentimientos” íntimamente conectados y coparticipes, porque el misterio de Cristo, que no podía conocer dualidad ni forma de división alguna. La unidad del misterio se desarrollaba en

los diversos misterios de la vida de Jesús y llegaba a implicar a la unidad del creyente en su ámbito sacramental, y sobre todo, en la celebración del misterio pascual durante todo el año litúrgico.

En una de sus meditaciones, el santo obispo pone en constante relación los diferentes momentos de la vida de Jesús con el horizonte salvífico de nuestra vida. Una breve cita puede ser útil para resaltar el pensamiento y la metodología propuesta por Anselmo: “Si te comprometes a contemplar con respeto y devoción estos gloriosos e inconmensurables gestos benéficos de tu creador hacia ti, a abrazarlos con entrega, a imitarlos con amor ardiente, entonces ellos se convertirán en eternamente tuyos, tanto más preciosos en virtud de la gracia inefable de tu Salvador. Tu mismo Dios, que se ha hecho tu hermano en el misterio de la Encarnación, se convierte para ti en motivo de alegría indescriptible, cuando te hace ver la naturaleza humana, elevada en El, por encima de toda criatura”.

Los misterios de Cristo son “meditados” a través de la representación que pertenece a la historia de las Cofradías y de muchas otras expresiones teatrales, artísticas y literarias que constituyen la riqueza y el patrimonio de inteligencia de la fe que hemos recibido y que estamos llamados transmitir. Los misterios de Cristo representados no son ajenos al misterio de la fe en Él, sino que marcan nuestra atención, inteligencia creadora y fe real, que se traduce en la expresividad que el pueblo ha vivido y experimentado a lo largo de los siglos.

Todo esto permite también a cada uno de nosotros continuar la búsqueda, progresar en la representación y dar frutos hasta que se alcance la plenitud con el regreso del Señor que se mostrará tal como realmente es.

Para que esto suceda, sin embargo, es necesario que se solidifique la conciencia de que estamos ante algo que no nos pertenece; nos ha sido ofrecido para custodiarlo y algún día tendremos que devolverlo.

Sólo el miedo a adentrarnos en el misterio puede hacer sepultar ese único talento recibido, dando lugar a laresignación y a la fuga, como si ya no fuéramos capaces de producir una inteligencia siempre nueva del misterio a través de un saber que plantea siempre nuevos interrogantes para formular respuestas que toquen al hombre en su búsqueda de la verdad y del sentido.

Por eso, sigue vigente la invitación de Ambrosio: “Ten confianza no en tus obras, sino en la gracia de Cristo… esta no es presunción, sino fe. Proclamar lo que has recibido no es soberbia, sino obsequio. Alza, pues, tus ojos al Padre que te engendró a través del lavado”.

Llevar nuestras representaciones de los misterios de Cristo por las calles de nuestra ciudad es un signo elocuente de evangelización, de quien cree en el misterio y tiene confianza de que ese misterio puede tocar no sólo la inteligencia, sino también el corazón y los sentimientos de las personas que de este modo pueden tener un acceso al misterio de su propia vida.

La gracia tiene sus instrumentos para suscitar el deseo de Dios y su cercanía en nuestra vida. La belleza de nuestras representaciones de los misterios tiene mucha más fuerza de la que podemos pensar. Son vehículos a través de los cuales la gracia interviene y toca el corazón. Cuanto más hermosos son los misterios, mayormente el misterio que evocan encuentra espacio en la vida de las personas. El Invisible que se hizo “carne” vuelve de nuevo a hablar a través de nuestro testimonio.

“Aquel que persigue con veneración el infinito, aunque nunca llegue al final, siempre progresará mientras camina”. Son las palabras de Hilario en su tratado De Trinitate. En pocas líneas se perfila el camino al que llega el creyente cuando se sitúa ante el gran misterio de su fe: Dios uno y trino. Quién sabe por qué extraña razón la parábola de los talentos ha encontrado siempre una interpretación más bien extrínseca; como si Jesús quisiera hablar de algo material que se nos entrega.

En realidad, la mayoría de las veces hemos escuchado la explicación de que los talentos son los dones que se han dado y que deben cuidarse con paciencia e ingenio para restituir lo que se ha logrado a su debido tiempo. Es cierto que esta explicación es necesaria. Tiene el propósito de enseñar a los discípulos de Cristo que, en espera de su venida, están llamados a ser activos en la transformación del mundo. Y sin embargo, sigue siendo cierto que la parábola habla del “reino de los cielos” (cf. Mt 25,1); por tanto, de un misterio que se pone ante nosotros para que tratemos de conocer cada vez más su riqueza a través de nuestra participación activa.

En este sentido, me gusta ver en los “talentos” que se han confiado a los servidores, no sólo algo que toca nuestras cualidades y carismas, sino sobre todo la riqueza del conocimiento que podemos tener de los misterios de Jesucristo. A cada uno se le da en diferente medida, pero lo que importa es el uso que hacemos de él y que estamos llamados a compartirlo.

Con sorprendente actualidad vuelven las palabras llenas de significado que Gaudium et Spes ha puesto como clave de interpretación de su multiforme enseñanza: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

Todo gira en torno al “misterio”: el de Cristo, el del Padre, el del amor trinitario, el del hombre. Todo está insertado en el misterio y encuentra en él su comprensión más coherente y definitiva. No podemos entonces alejarnos del misterio ni tener temor de pronunciarlo al inicio de nuestra fe; no al final, cuando pronunciarlo desconcertados y confundidos porque confiamos todo sólo a la razón de querer comprender, concluimos que es misterio.

Cuánto aleja y contradiga esta actitud la realidad misma del misterio cristiano es fácil mostrarlo. La Constitución Dei Verbum ha clarificado este concepto cuando, queriendo explicar el “misterio de la revelación, afirma que éste se realiza con “hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y hacen surgir el misterio contenido en ellas.

De la revelación divina a la experiencia humana, el arco del misterio abarca la totalidad de la existencia tensa entre comprensión de sí y el acto confiado de obediencia a Dios. De este modo, para encontrar a Dios, nadie tiene necesidad de salir de sí; más bien uno es llevado a la dimensión más profunda en la cual se realiza cada posible revelación: el corazón del hombre. Está aquí el verdadero centro de la relación entre Dios, que gratuitamente ama primero, y cada persona, que, en virtud de esto, comprende que se ha convertido, a su vez, capaz de auténtico amor. Realidad percibida y realidad incomprensible se identifican. Se l comprende así que, si el misterio es identificado como experiencia global para el hombre, no puede ser reducido, como frecuentemente ha sucedido en el pasado, a la sola esfera de la razón. Es evidente que, si el punto de partida es siempre y sólo la razón, entonces se tendrá una definición negativa del misterio; éste se convierte en una especie de límite puesto al conocimiento e incapacidad de comprender, se deriva por consecuencia, el recurrir de la fe como una eventual explicación añadida que no encuentra respuesta.

Si, por el contrario, el misterio es visto como actividad en la cual el sujeto está plenamente involucrado, éste será pensado, más positivamente, como la comprensión de aquello que la razón comprende como incomprensible, no como desconocido. Mientras la primera actitud conduce a una desesperada, y por esto, fallida actividad del intelecto; la segunda intervendrá al proponer y justificar el acto de la adoración. La adoración se convierte en oración, capacidad de no adueñarse del misterio, sino del dejarse invadir por él.

En el momento en el que se pasó “de la teología postrados de rodillas a aquella sentados en el escritorio”, se creó una fractura al interno de la vida de la Iglesia. Como consecuencia, se llegó a que a la par de la reflexión y separada de ella, creció la piedad y la devoción cristiana como una forma alternativa.

Una mirada a la etimología muestra con evidencia que el término “misterio” es un misterio para sí mismo. Un texto de Aristófanes (siglo III a.C.), puede orientar para comprender su más inmediata derivación: “Fueron llamados misterios por el hecho de que el oyente tenía que cerrar la boca y no contar nada de esto a nadie.

“Musí” de hecho, quiere decir cerrar la boca”. Este texto lleva a la conclusión de que con mucha probabilidad el término deriva su semántica del griego muein (HUEI) cerrar los labios, y entonces callar. En una palabra, el contenido del misterio requiere el silencio.

He aquí, entonces, la conclusión a la que podemos llegar. Hacer del misterio un instrumento de evangelización. Permitir que los misterios celebrados durante nuestras fiestas puedan tocar el corazón de las personas. Favorecer que nuestras procesiones tiendan a “cerrar los labios” de quienes participan; es decir, que puedan contemplar en el silencio la belleza de los misterios que se representan y así abrir su corazón a la conversión.

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