Cuestión de los fundamentos pre-políticos del estado democrático de derecho: su actualidad

Card. D. ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA
Arzobispo emérito de Madrid

Discurso de Investidura
como Doctor Honoris Causa
por la Universidad Católica San Antonio de Murcia

Murcia, 13 de junio de 2016

rouco13062016

I. Introducción

Permítaseme iniciar este discurso sobre la cuestión de los fundamentos pre-políticos del Estado democrático de derecho y de su actualidad con unas palabras de sentida y gozosa gratitud al Consejo de Gobierno de la Universidad Católica “San Antonio”, de Murcia, que a propuesta de su Presidente, me ha concedido el Doctorado “Honoris Causa” en la Facultad de Ciencias Sociales y de Comunicación. Mi gratitud se dirige, especialmente, a su Presidente, el Excmo. Sr. Don José Luis Mendoza, fundador de esta joven y dinámica Universidad, nacida “ex Corde Ecclesiae” –“del Corazón de la Iglesia” [1], de la Iglesia diocesana, que presidía en el año fundacional de la Universidad Don Javier Azagra, tan recordado por los sacerdotes y fieles de la Diócesis de Cartagena. Nacía la Universidad como fruto maduro de una vocación de seglar, apostólicamente responsable, vivida según el modelo diseñado por la doctrina del Concilio Vaticano II para la Iglesia y el mundo de nuestro tiempo. “Los laicos –enseña el Concilio– tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios… A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor” [2].

Pues bien, si hubiese que acotar o señalar, dentro de la compleja y dramática realidad cultural e institucional que caracteriza el mundo contemporáneo, un campo en el que esté en juego decisivamente el futuro del hombre, de su dignidad personal, de su bien y desarrollo integral dentro de la sociedad, ése sería, sin duda, la Universidad. Una histórica institución al servicio del saber y de la ciencia, de inequívocas raíces cristianas, que trae sus orígenes del Medievo clásico, es decir, de un período de la historia de una Europa que se iba formando política, cultural y religiosamente en torno a la búsqueda del conocimiento científico de las verdades últimas: la verdad del mundo, la verdad del hombre, la verdad de Dios. Búsqueda, en no pocos momentos apasionada, en la que se daban cita, con una fecundidad intelectual y existencial cada vez más reconocida por la historiografía actual, la razón filosó- fica y jurídica y la fe. Una razón acrisolada en el redescubrimiento del patrimonio de las ideas heredadas del pensamiento de los grandes maestros de la filosofía griega –singularmente de Aristóteles– y del derecho romano en la forma del “Corpus Juris civilis”, legado por el Emperador Justiniano (527- 565), y una fe alimentada y rejuvenecida en la lectura de los Padres de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. Sería también la institución universitaria la que impulsaría y acompañaría, luego, un proceso de secularización de los pueblos y de las sociedades europeas que marcará el curso cultural y político de una “Modernidad”, que llega hasta nuestros días. Esta Universidad será la Universidad moderna, recreada científica y pedagógicamente por la Ilustración, donde se cultivarán la investigación y la docencia en sus máximos niveles de cualidad y rigor científicos, diversificando y especializando cada vez con mayor acribia metodológica los campos del saber: los teóricos y los tecnológicos. La amplitud de sus objetos y objetivos, materiales y formales, se ha vuelto casi inabarcable. ¿Al día de hoy no parece estar reclamando implícita y/o explícitamente por exigencias no sólo intelectuales, sino también éticas, la recuperación universitaria de un objetivo o criterio último de verdad –el de la sabiduría de la vida– que le proporcione sentido existencial e intelectualmente unificador a su actividad investigadora y docente? ¿No le urge a la Universidad en la actualidad superar la fragmentarialidad teó- rica y práctica, siempre frustrante, que compromete su actividad científica, a través de una confluencia de todos sus saberes y aplicaciones tecnológicas en lo que podría y debería ser asumido como su razón de ser y su fin último hoy, como ayer, como mañana y como siempre: el servicio al hombre por la vía del saber intelectualmente riguroso? El “Ethos universitario” demanda, sin duda, a la altura cultural de nuestro tiempo, un cultivo insobornable del conocimiento científico; pero sin excluir ninguna parcela de la realidad que constituye en toda su integridad y hondura metafísica al ser humano. Apreciado, consiguientemente, tanto en su dignidad personal trascendente, inviolable e inalienable, como en su condición de miembro de la humanidad, es decir, del conjunto de la familia humana, que en su devenir histó- rico hacia su destino final, temporal y eterno, debe ir creciendo en la paz y en el bienestar de todos. Pues es la verdad del hombre –“camino principal de la Iglesia”, según la originalísima expresión de san Juan Pablo II03– lo que más peligra en la actual coyuntura de la historia universal, cargada de incertidumbres socio-económicas, políticas, culturales y religiosas. De su bien integral se trata o, dicho con otras palabras de “sabor teológico”, de su “salvación”.

Al aproximarnos con los recursos de una concisa reflexión filosófico-jurídica –abierta a la razón teológica– a la cuestión de los fundamentos pre-polí- ticos del Estado democrático de derecho, nuestra preocupación intelectual latente no es otra que la de cómo aclararla antropológicamente sobre la base lógica de la verdad y del valor trascendente de la persona humana. Siendo conscientes de que la comunidad política, es decir, el Estado en la terminología habitual de la moderna historia de las ideas políticas, representa el marco existencial de vida social necesario para que la persona pueda encontrar por la vía del derecho –¡de un derecho justo!– la respuesta eficaz a sus necesidades materiales más elementales: la seguridad, el sustento, la convivencia, la paz, la cultura… En la fórmula del Estado democrático de derecho, resultado cultural y político de una historia bimilenaria que se remonta al mundo de la civilización clásica de Atenas y Roma, los países de la civilización euro-americana moderna y contemporánea han creido poder encontrar, y haber encontrado, para el presente y para el futuro el modelo justo de organización de la comunidad política. Un modelo que por su perfección técnico-jurídica y por la inspiración ética de su configuración constitucional –piensan- se debería imponer en toda la comunidad internacional, incluso jurídica-coactivamente, si fuese necesario. La pregunta por sus fundamentos pre-políticos, de no muy lejano origen científico y bibliográfico, pues surge en los años sesenta del pasado siglo, se mantiene agudamente viva hasta nuestros días: ¿porque, acaso, el Estado democrático de derecho está atravesando una situación crítica de vida y/o de ideas que lo cuestionan con mayor o menor finura teórica y con no menor acometividad práctica? Antes de ofrecerles el esbozo histórico-espiritual de una respuesta, desde la perspectiva de la filosofía y de la teología del derecho, no quisiera dejar de agradecer muy de corazón al Cardenal Don Antonio Cañizares, Arzobispo de Valencia, uno de los primeros Doctores “Honoris Causa” de la Universidad “San Antonio”, de Murcia –apoyo generoso que fue para sus fundadores en los difíciles primeros momentos de su consolidación jurídica– su exquisita y fraterna amabilidad al querer “apadrinarme” en este solemne acto académico de mi incorporación “honoris causa” al Claustro de doctores de la misma.

II. “El teorema-Böckenförde”

El conocido profesor Dr. Ernst-Wolfgang Böckenförde, uno de los más agudos especialistas en la interpretación político-teológica de la moderna historia del derecho constitucional euro-americano, Magistrado del Tribunal Constitucional de la República Federal de Alemania de 1983 a 1996, concluía un estudio publicado en 1967 (reelaboración de una conferencia pronunciada en Ebrach en 1964) sobre “el nacimiento del Estado como acontecimiento de la secularización” –“Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation”– con la siguiente constatación: “El Estado libre, secularizado vive de presupuestos, que él mismo no puede garantizar” [4]. Jürgen Habermas caracterizaría esta tesis más tarde, en el coloquio mantenido con el Cardenal Joseph Ratzinger en la Academia Católica de Baviera en Munich el 19 de enero de 2004, como el “Teorema-Böckenförde” [5]. El autor resalta los momentos históricos, que él estima claves para la comprensión del proceso espiritual, cultural y político de “la secularización” del Estado. Comienza por el conflicto de las “Investiduras” entre el Papa Gregorio VII y el Emperador Enrique IV, en un siglo de reformas eclesiales profundas (conflicto que no logrará cerrar del todo el llamado Concordato de Worms de 1122), pasa por la ruptura de la unidad de la fe y de la Iglesia en el período religioso-político de la reforma protestante, hasta llegar a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, de la Revolución Francesa. “La Revolución Francesa –opina el Prof. Böckenförde– llevó al Estado político, como había nacido en las guerras civiles confesionales [de los siglos XVI y XVII] y como previamente lo había pensado Hobbes, a su perfección” [6]. El proceso de la secularización del Estado, es decir, de su emancipación de toda influencia doctrinal e institucional religiosa se habría hecho irreversible. El Estado moderno libre y democrático no descansará en el futuro sobre otra base pre-política que no sea la de la voluntad de los individuos guiados e ilustrados únicamente por la razón profana. La religión se verá casi siempre relegada al ámbito privado de la realidad social como una dimensión que pertenece a la vida íntima de las personas y, en el mejor de los casos, a la de las familias. Este Estado, el Estado secular, como lo concibe preferentemente el liberalismo constitucional del siglo XIX, desvinculado de cualquier imperativo ético de orden trascendente, hará crisis con el triunfo político e ideológico de los dos grandes totalitarismos del primer tercio del siglo XX –el Comunismo soviético y el Nacionalsocialismo– que arrojan a la humanidad a la mayor catástrofe de toda su historia, una catástrofe poco menos que apocalíptica: la II Guerra Mundial. La concepción desnudamente positivista del Estado y del derecho había fracasado estrepitosamente. Un joven jurista, Heinrich Rommen, que se había atrevido a publicar una monografía valiente, lúcida e intelectualmente rigurosa sobre “el eterno retorno del derecho natural” en 1936 en Leipzig –lo que le cuesta prisión y luego verse forzado a la huida a los Estados Unidos de América en 1938–, en la segunda edición revisada de su libro de 1947 en Munich, no duda en afirmar: “El Estado totalitario y la ideología a la que se remite son estadios últimos y no suponen el comienzo de una nueva era. Es más, son, en una no pequeña parte, el resultado final del Positivismo”, porque en definitiva “el Estado totalitario moderno y las ideologías que lo fundamentan significan en último término la reducción al absurdo del axioma voluntas facit legem –“la voluntad hace la ley”– “Y debería también dejarnos perplejos el hecho de que la Revolución nacionalsocialista fuese legal en el sentido del Positivismo” [7].

Heinrich Rommen era un profesor de filosofía del derecho y de teoría del Estado, enraizado en la mejor tradición filosófico-teológica del derecho natural; no así Gustav Radbruch, el maestro por excelencia del Positivismo jurídico neokantiano de la primera mitad del siglo XX en Alemania, que llegó, sin embargo, a un muy parecido juicio histórico, concluida la terrible contienda, en un artículo publicado el 12 de septiembre de 1945, pocos meses después de terminada la guerra, titulado Cinco minutos de filosofía del derecho: “esta concepción de la ley y de su fuerza vinculante (nosotros lo llamamos la doctrina positivista) –reconocerá Radbruch– ha dejado tanto a los juristas como el pueblo indefensos frente a leyes tan arbitrarias, incluso tan crueles, tan criminales. Esa concepción equipara en último término al derecho con el poder: solamente donde está el poder, está el derecho… No, no ha de decirse: todo lo que es útil para el pueblo, es derecho, sino más bien todo lo contrario: solamente lo que es derecho, aprovecha al pueblo” [8]. Después de la experiencia totalitaria, se imponía la siguiente conclusión histórica: sólo una fórmula constitucional de Estado democrático, superadora del positivismo tanto sociológico como jurídico, servirá para la reconstrucción verdaderamente humana, material y espiritual de la Europa arruinada física y moralmente, una Europa herida, abatida y derrotada hasta en los mismos cimientos de su cultura y de su civilización cristiana y humanista más que milenaria. En definitiva, la espantosa guerra, que acababa de terminar, representaba una derrota en toda regla no sólo del Estado moderno, sino también del hombre moderno. No podía extrañar, por lo tanto, que en las mentes más lúcidas y en los círculos de opinión más responsables, lo mismo en los vencedores que en los vencidos, se abriese paso la convicción de la necesidad moral y espiritual de una recreación normativa del Estado, que conjugase simultánea y armónicamente libertad y responsabilidad social, participación democrática y rigor jurídico. La fórmula del Estado constitucional del viejo liberalismo quedaría sometida, consiguientemente, a una profunda revisión y renovación orgánica y funcional, con el fin de que pudiese garantizarse eficazmente la libertad y la solidaridad de sus ciudadanos en vistas a la realización justa del bien común. Las reformas constitucionales resultantes y puestas en marcha en la Europa libre se plasmarán en lo que se llamará hasta hoy día el Estado libre, social y democrático de derecho. En él toda actuación legislativa, judicial y administrativa quedará sometida y se adecuará a lo que disponga la ley en el ordenamiento jurídico cuya norma máxima –“norma normans”– será la Constitución. Incluso se admite que la misma ley constitucional quede sometida a los principios pre-positivos establecidos en la Carta y en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, aprobadas por las Naciones Unidas en 1948, referentes a los derechos inviolables e intransferibles del ser humano y a las instituciones primarias y originarias –el matrimonio y la familia– en las que tienen lugar su nacimiento y primer y básico desarrollo personal. Se acepta consecuentemente una limitación de la soberanía popular, subordinada a las exigencias vinculantes del derecho internacional que se concretarían en los Pactos del año 1966 en materia de derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales [9].

¿En qué se fundaba, pues, con ultimidad vinculante el nuevo orden político, internacionalmente avalado, de Estado libre, social y democrático de derecho en un nuevo estadio de la opinión pública de las sociedades conmocionadas por la tragedia vivida en los seis años de guerra mundial y que toman conciencia convertida y renovada de las raíces cristianas que han alimentado espiritual y moralmente la historia de sus pueblos y de sus propias familias? ¿Se podía hablar con la expresión de Heinrich Rommen de una nueva fase de ese “eterno retorno del derecho natural”, que se abre paso en la conciencia colectiva e, incluso, se plasma en una renovada doctrina filosófica y teológica del derecho y que vuelve a encontrar una puerta científicamente abierta en las Facultades de derecho, de las ciencias humanas, de filosofía y de teología católicas y protestantes en las reconstruidas universidades europeas? Bastaría un somero repaso a la bibliografía filosófico- y teológico-jurídica de los primeros veinte años de la postguerra y, por supuesto, un primer y sucinto análisis de los primeros textos constitucionales aprobados y promulgados en los Estados de la Europa occidental desde el final de la guerra hasta el comienzo de la década de “los sesenta” para tener que constatar el hecho de una influencia de la teoría del derecho natural en la doctrina intelectual, cultural y ético-jurídica que los inspira [10]. ¿Había quedado, quizá, cuestionado por ello el criterio, teórico y práctico, considerado irreversible, de la laicidad del Estado? Evidentemente, desde el punto de vista de la lógica jurídica no había sido así ni podía ser así, puesto que entre los derechos fontales del nuevo orden constitucional se encontraba el derecho a la libertad religiosa. Por otro lado, no habían quedado desechadas –más aún, se seguían cultivando– las teorías constitucionalistas inspiradas por la “Teoría pura del derecho” –“Die reine Rechtslehre”– de Hans Kelsen y las elaboradas desde la sociología de la cultura y del derecho; teorías consideradas como vías científicamente sólidas y fiables para la fundamentación del Estado democrático de derecho, por lo tanto, como intelectualmente suficientes para fundamentarlo sin la obligación lógica de trascender metafísicamente el nivel antropológico y jurídico del Positivismo [11].

Con estos precedentes históricos, resulta ineludible interrogarse qué estaba ocurriendo en la conciencia social y en la vida privada y pública de los ciudadanos de la Europa libre, avanzada ya la década de los años sesenta, para que un profesor tan seriamente preocupado por el futuro del Estado libre y democrático, irrenunciablemente laico, pudiese haber llegado a la tesis histórica y filosófico-jurídica de su dependencia de presupuestos que el mismo –ese Estado– no se podía proporcionar a sí mismo. Ciertamente no era tanto un temor realista ante una probable expansión del modelo constitucional del Estado soviético, sin libertad y sin justicia social, sostenido por la fuerza militar y el terror policial, más allá de las fronteras de los países europeos situados detrás del “Telón de acero” y de la parte este de la ciudad de Berlín rodeada por “el Muro” levantado en agosto de 1961. No, se trataba más bien de una toma de conciencia cada vez más nítida de que un pluralismo ideológico se estaba extendiendo en las sociedades del Occidente libre que afectaba y condicionaba su visión del mundo y la concepción del hombre heredada del pasado cristiano e, incluso, de la Ilustración. Pluralismo de ideas y de estilos de vida en los que no faltaban ni los ingredientes estrictamente ideológicos de un neo-marxismo cultural (Gramsci) y de un existencialismo anarquista-libertario (Sartre), ni sus consecuentes aplicaciones a las conductas personales y a las nuevas modas culturales de los jóvenes universitarios europeos y euro-americanos, revolucionarios sexualmente y políticamente, como se vería en “la explosión” del mayo parisino y el californiano del 68; no compensados por el mismo mayo de los estudiantes de Praga que reclamaban heroicamente libertad. Más allá del “sitio en la vida”, sin embargo, lo que motivaba con objetividad científica la tesis del ilustre jurista, actor destacado en el debate intra-católico de la Iglesia del Concilio Vaticano II antes, durante e inmediatamente después de su conclusión solemne, era el reconocimiento lógico de la dificultad innata al Estado laico de disponer y de contar con fuerzas éticas y auténticamente humanas, esenciales para su subsistencia en libertad, prescindiendo de toda referencia no sólo específicamente religiosa, sino también metafísica o trascendental, que pudiese ser compartida por toda la comunidad política. La incompatibilidad del Estado laico con cualquier forma de confesionalidad excluye, en la opinión de Böckenförde, la proclamación e integración en el mismo de lo que él llama “un sistema objetivo de valores” –“ein objektives Wertsystem”–. ¿Cómo se podía salir intelectualmente y, sobre todo, en la práctica ciudadana de lo que evidentemente resultaba una aporía irresoluble? El propio Böckenförde, remitiéndose a Hegel, se ve obligado lógica y existencialmente a afirmar como conclusión de su estudio sobre el devenir del Estado laico que éste, sin los impulsos internos y la fuerza y vigor unificador y solidario que la fe trasmite a los creyentes, apenas podría mantenerse en la dura y conflictiva realidad de la existencia humana. Naturalmente no se trataba de retornar al modelo del “Estado cristiano”, sino antes bien de que los cristianos afirmen “la mundanidad” –“die Weltlichkeit”– del Estado no como algo extraño y, aún menos, como enemigo en relación con la fe, sino como una oportunidad –“Chance”– única para la libertad: para su mantenimiento y su realización, que son también tareas suyas [12].

La historia seguía y la historia siguió. “El sitio en la vida” en el que se va a desarrollar en el último tercio del siglo XX la existencia y el funcionamiento del Estado laico, libre, social y democrático de derecho va a complicarse en el terreno de las realidades sociales y culturales, con la consecuencia inevitable de que se verá enfrentado a poderosas corrientes ideológicas que forzarán un giro radical en su legislación en materia de derechos fundamentales. Se podría hablar, sin temor a equivocarse, de un cambio substancial de mentalidades y de prototipos éticos y culturales. Un cambio del que se harán eco paradigmáticamente el Prof. Jürgen Habermas y el Cardenal Joseph Ratzinger el 19 de enero del año 2004 en una memorable sesión de la Academia Católica de Baviera en Munich.

III. El Coloquio-Diálogo Jürgen Habermas-Joseph Ratzinger. Munich 19- I-2004

Apenas habían transcurrido tres décadas desde la publicación del artículo de E.W. Böckenförde sobre el nacimiento y desarrollo institucional del Estado moderno como resultante típica, en los aspectos socio-jurídicos, del proceso secularizador de las estructuras sociales y de las instituciones culturales iniciado por la Ilustración. La evolución de los acontecimientos en el contexto de las relaciones internacionales había supuesto una modificación esencial del mapa geopolítico, que había quedado dibujado en los primeros veinte años después del final de la guerra en 1945. El 9 de noviembre de 1989 se derrumbaba “el Muro de Berlín” y a mediados de la década de los años 90 había que dar por finiquitado “el Imperio” o “Bloque soviético”. La URSS se había desmoronado estrepitósamente. Un super-imaginativo intérprete de la historia contemporánea, el Prof. norteamericano F. Fukuyama valoró lo acaecido en “el 89” como el fin de la historia, al menos, el fin de la historia de las ideas y del derecho político. El modelo del Estado libre y democrático, enraizado desde sus orígenes en la misma entraña fundacional de los Estados Unidos de América, se habría impuesto como definitivo no sólo en los países de Europa y América, sino también en los demás continentes. Estaría a punto de cerrarse el último capítulo de la historia civil de la humanidad, puesto que se había logrado teórica y prácticamente una fórmula de organización de la comunidad política insuperable sociológica, ética y culturalmente. Hasta la China de la revolución cultural de Mao Tse-tung, que se estaba deslizando en su política económica en dirección de la economía de mercado, parecía confirmar el acierto de su interpretación del momento histórico. Sin embargo, la dureza implacable de los hechos que se estaban produciendo en la propia Europa –la guerra de los Balcanes–, en África –los pavorosos conflictos tribales de Uganda y Burundi–, y la entrada en la escena política mundial del terrorismo fundamentalista islámico, que culminaría con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, pondrían de manifiesto, muy pronto, la ingenuidad intelectual y existencial de su pronóstico. Ni resultaba fácil a los Estados, salidos de la órbita del comunismo soviético, la transmutación de sus estructuras socio-políticas y jurídicas en las de un Estado constitucional, libre y democrático, regido por el derecho, y menos fácil todavía “transportarlo” en la doctrina y en la práctica a los países del llamado Tercer Mundo. Su trasvase a los Estados islámicos chocaba con la supeditación doctrinal y jurisdiccional de todo su edificio institucional y normativo a “la Sharia”, incluido su posible ordenamiento constitucional. Con todo, los factores de mayor riesgo para el futuro del Estado democrático de derecho se estaban produciendo, desde el final de la década de los sesenta, en el mismo seno de las sociedades europeas y norteamericanas, tanto en el terreno moral y cultural de sus costumbres, como en el de sus ordenamientos jurídicos. El componente de “revolución sexual” del “mayo parisino del 68”, gana terreno aceleradamente en el debate universitario e intelectual de las ideas, en los medios de comunicación social y en las nuevas corrientes de vida juvenil, que se popularizan en los ámbitos de la familia, del trabajo y del tiempo libre. Un feminismo cada vez más radicalmente inmanentista, aliado con una antropología puramente sociológica y biologicista, proporcionan la cobertura ideológica adecuada. Se llegan a cuestionar las categorías antropológicas básicas del humanismo, no sólo del configurado por el pensamiento cristiano, sino también por el de la Ilustración racionalista y liberal del siglo XIX: la dignidad de la persona humana, sus derechos fundamentales, las instituciones del matrimonio y de la familia, que les dan abrigo, la concepción del trabajo, del bien común, de la libertad, etc.

Su impacto sociológico y político se va a notar inmediatamente en el desarrollo imparable de una legislación tan pro-divorcista, como “des-institucionalizadora” al máximo de la unión matrimonial del varón y la mujer, unidos en el amor fiel, abierto a la vida de los hijos. Y, lo que resulta aún más peligroso para la consistencia institucional y existencial del Estado democrático de derecho, se abre su ordenamiento jurídico ordinario a la legalización de la eutanasia. En manos del poder político queda la definición legal de quién es el sujeto del derecho a la vida, o, lo que es lo mismo, de quién es ser humano: ¡persona! No tardará mucho tiempo en que comience a despuntar también una corriente de opinión política que cuestione el contenido del derecho a la libertad religiosa, especialmente su valor en sí mismo: su valor público. Uno de los recursos dialécticos más usados para la creación de ese clima social y cultural tan sutilmente materialista continuó siendo el de un pensamiento, literariamente muy cuidado, en el que la idea de liberación se convierte en el criterio supremo de interpretación de toda la realidad: la realidad socio-económica, política, cultural y religiosa. Se intenta introducirla con no poco éxito pastoral en el campo mismo de la teología. ¿El Estado democrático de derecho no vendría a fin de cuentas a no ser otra cosa que una estructura burguesa, opresora del pueblo, a la que hay que derrocar pacífica o revolucionariamente? ¿O bastaría solamente con reformarla a fondo en función de las exigencias de la justicia social y de la solidaridad con los más necesitados? El “liberacionismo” filosófico y teológico se diferenciará en su respuesta teórica al reto histórico planteado y, sobre todo, en la consecuente “praxis” socio-política inducida [13]. El relevo ideológico lo tomará después de 1989 –año de la revelación incontestable del fracaso histórico del Comunismo marxista– una corriente intelectual y moral “de pensamiento débil”: agnóstica en lo que se refiere a las grandes preguntas metafísicas sobre el sentido de la vida y relativista en lo que atañe a los grandes principios de la ética personal y social.

En todo caso, el panorama histórico-espiritual, someramente trazado, dentro del cual discurriría el diálogo Habermas-Ratzinger quedaría incompleto sin rememorar lo que significó el Concilio Vaticano II y el Magisterio pontificio ulterior del Beato Pablo VI y, muy excepcionalmente, el de san Juan Pablo II respecto a una actualizada renovación de la doctrina social de la Iglesia en torno a “un centro de gravedad” intelectual de máxima relevancia antropológica: el del valor trascendente de la persona humana. El respeto, salvaguardia y promoción de la dignidad de la persona humana constituyen el principio ético y jurídico sobre el que debe girar todo el conjunto de la vida social y la organización de la comunidad política. De ese principio ético-jurídico dimanan originariamente sus derechos fundamentales acerca de la vida, del matrimonio, de la familia, de las libertades políticas, de los derechos civiles y económicos, sociales y culturales. Desde la afirmación en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo “Gaudium et spes” de que la Iglesia, no “ligada a ningún sistema político”, “es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana” (GS 7), a la de san Juan Pablo II en su Encíclica “Evangelium vitae”, de 1995, de que “el Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio, [y] por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia” (EV 2), corre una línea de acción pastoral y de pensamiento teológico extraordinariamente fecunda para despejar el horizonte socio-político para una concepción del Estado democrático de derecho, auténticamente humanista. Cuando se inicia el tercer milenio de la era cristiana, se podía contar con una doctrina social más que centenaria, fundada en el Magisterio pontificio del siglo XX, profundamente renovada y que no era otra que la del derecho natural clásico puesta al día. Doctrina caracterizada, además, por una confianza firme en la razón humana, que en diálogo abierto con la fe puede –y debe– conocer la verdad a la luz de la verdad del Misterio de Cristo: la verdad del hombre, ¡toda la verdad! Al finalizar su Encíclica “Fides et ratio”, de 1998, san Juan Pablo II pedía a todos, filósofos y científicos, “que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido… Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conociemiento de Dios como realización suprema de sí mismo” (FR 107).

Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger parten en su diálogo de una convicción básica, compartida por ambos, de que el Estado democrático de derecho atraviesa una situación crítica, tanto por razones internas al mismo sistema como externas. Su contexto, el de una irreversible cultura global, en la que se halla inmersa la humanidad al inicio del siglo XXI. Razones estructurales internas, en primer lugar, condicionadas sociológicamente por los cambios que se han dado en la cultura ética y religiosa de los pueblos y sociedades en los que había surgido históricamente la forma democrática, libre y social del Estado constituido como Estado de derecho. Razones organizativas externas, en segundo lugar, condicionadas por la globalización de las relaciones internacionales, forzosamente inter-culturales e inter-religiosas. Los vínculos sociales al interior de las viejas sociedades europeas de raíces cristianas e ilustradas se rompen, ¡se están rompiendo!, opina J. Habermas. Las certezas morales fundamentales compartidas se están resquebrajando, reconoce J. Ratzinger, a quien preocupa, sobre todo, el problema del control “del poder”, que la ciencia y tecnología contemporáneas han depositado en las manos del hombre: un poder que supera en su capacidad destructiva con mucho al que poseían las grandes potencias, finalizada la II Guerra Mundial. A su potencial atómico hay que sumar medio siglo más tarde “el biotecnológico”. Ambos interlocutores coinciden en que el curso futuro de las relaciones internacionales, marcado por el desarrollo socioeconómico, cultural y político de lo que ya se muestra irreversiblemente como “la sociedad mundial”, será decisivo para el futuro del “Estado democrático de derecho”, dicho con palabras de Habermas, o del “Estado libre”, dicho con palabras de Ratzinger. La solución para el primero, al menos, en el orden práctico, pasa por encontrar “un procedimiento” que permita un diálogo libre, razonable y pacífico que conduzca a una convergencia responsable y solidaria de los ciudadanos en la admisión y afirmación de los principios de libertad y de solidaridad junto con aquellos derechos civiles sociales y democráticos, sin los cuales es imposible fundamentar un verdadero Estado de derecho. Se trataría de conseguir “una praxis comunicable”, que incluya tanto a las mentalidades laicas formadas en la tradición cultural del pensamiento “ilustrado” como a las concepciones religiosas de la vida, sobre todo a las de la tradición cristiana. Se trataría, por tanto, de aprender unos de otros: de “un proceso de aprendizaje complementario”, en que ninguna de las dos partes, reconociendo ambas “la neutralidad ideológica del poder del Estado”, niega a la otra “un potencial de verdad”. Para J. Ratzinger, es imprescindible volver a un reconocimiento objetivo de las premisas fundamentales lógicas y ontológicas que subyacen a la comprensión del significado del Derecho y, consiguientemente, del Estado. Premisas que pueden resumirse del modo siguiente: el derecho positivo, formulado por la legislación humana, no puede separarse de la razón, ni ésta del ser o naturaleza del hombre, a no ser a riesgo de que las formas concretas del derecho lo que hagan de nuevo sea “legalizar” “el no derecho”, es decir, consagrar la infracción legalizada de los más elementales imperativos de la justicia. Lograr ese reconocimiento implica también para J. Ratzinger “diálogo” paciente y lúcido entre las personas y las instituciones, entre la ciencia y la razón, entre la razón y la fe, aunque para él una fórmula mundialmente válida, sea racional, ética o religiosa “que pueda unir a todos y que, luego, sea el soporte del todo no la hay. En todo caso, es en la actualidad inalcanzable”. El “Ethos mundial” de H. Küng no pasa, por ello, de ser una abstracción [14]. Lo más realista, pues, lo más prometedor y urgente en el marco inter-cultural dominante sería el diálogo entre “la fe cristiana” y “la racionalidad secular occidental” en una clave intelectual de “correlacionalidad”. Sin embargo, evitando un “falso eurocentrismo”; más aún, sabiendo “unir” a las otras culturas, buscando con ellas una posible “correlacionalidad”. ¿Por qué no “una correlación polifónica”? ¡Está en juego aquello que puede mantener y “mantiene al mundo unido” [15].

IV. La actualidad

¿Sigue abierta en la actualidad la cuestión de los fundamentos pre-políticos del Estado democrático de derecho, que es el nuestro, el de la civilización occidental, de raíces humanistas cristianas, el que como modelo de una alta cultura político-jurídica se ha abierto y continúa abriéndose camino institucional en todo el mundo? ¿Se la discute en el debate intelectual? ¿Incide en el campo de las experiencias de vida personal y ciudadana y de sus justificaciones ideológicas?

El progreso del relativismo ético, asentado sobre el principio de la autonomía total de la conciencia individual, no se ha detenido en la última década de la historia reciente. Cuenta con el apoyo intelectual de “la ideología de género” llevada hasta el extremo de una concepción del ser humano que “lo materializa”, lo reduce a un conjunto celular manipulable y, consiguientemente, lo despersonaliza en raíz. La antropología que “cosifica” al hombre, que deja de ser “un quien” para pasar a ser “una cosa”, como denunciaba Julián Marías en la década de los ochenta del pasado siglo, está llegando a “su cénit” en sectores amplios y variados de las ciencias empíricas del hombre y del propio pensamiento filosófico. La filosofía postmoderna, metafísicamente agnóstica y escéptica de cara a cualquier diálogo con la fe, no ha perdido influencia ni mediática ni universitaria. No hay duda: en la coyuntura multicultural que caracteriza el momento histórico que estamos viviendo, son muchas y poderosas las fuerzas que están jugando a favor del relativismo ético. Su éxito político, por ejemplo, se puede constatar en las nuevas legislaciones sobre el derecho de la persona a la vida y su inviolabilidad desde sus inicios en el embrión humano, en todas sus formas de desarrollo, incluidas sus situaciones más dolorosas y dramáticas, hasta su final natural. Derecho que se niega o se recorta drásticamente. Lo mismo ocurre con la legislación sobre el matrimonio y la familia: se desdibujan en sus rasgos constituyentes hasta el límite de la desfiguración de su tipificación institucional. Su difusión mediática en “la red” y, también, en los medios tradicionales de comunicación social consolidan su éxito político-cultural y, consecuentemente, su éxito jurídico. Por otro lado, la crisis económica mundial desatada en el verano de 2008 no vino sino a agravar la situación de los derechos humanos en todas las áreas geopolíticas del mundo. Lo mismo sucede con el empeoramiento impresionante del problema de los refugiados desde el pasado verano de 2015 [16].

¿Tenía razón el Cardenal Joseph Ratzinger cuando, en la homilía de la Misa “Pro eligendo Pontifice”, la víspera de su elección como Benedicto XVI, utilizó la expresión de “dictadura del relativismo”? Sea cual sea la respuesta que pudiera darse hoy a la pregunta, lo que sí parece una conclusión histórica clara es que “nuestra cuestión” sigue abierta y “los signos de los tiempos” piden por el bien del hombre y de la sociedad que se aclare y resuelva teórica-prácticamente en consonancia con su verdad: ¡con la verdad del hombre, inseparable de la verdad de Dios! Retomar creativamente la vía abierta por el diálogo Jürgen Habermas–Joseph Ratzinger en la Academia Católica de Baviera en Munich, el 19 de enero de 2004, podía ser el imperativo moral de la hora presente para creyentes y no creyentes, científicos, filósofos y teólogos, especialmente para todos aquellos que, o son titulares, o ejercen una responsabilidad personal y/o social al servicio del bien común. El Cardenal J. Ratzinger, ya Papa Benedicto XV, ha vuelto a lo largo de sus ocho años de Pontificado a subrayar en distintos ámbitos religiosos, culturales y políticos el papel de la razón capaz de conocer la verdad y de un diálogo fe-razón que le permita a ésta ahondar en el conocimiento de las verdades últimas y, viceversa, que le permita a la fe el no precipitarse en un fideismo irracional que le impida iluminar el camino verdadero de la salvación del hombre. Su llamada de atención sobre “la emergencia educativa” puso el dedo en la llaga de lo que puede impedir a la corta y, sobre todo, a la larga ese “diálogo” de “complementaridad” del que hablaba J. Habermas. Lo que urge, es buscar y practicar “el amor en la verdad” –“Caritas in veritate”–. El Papa Francisco en sus cuatro grandes documentos magisteriales, “Lumen fidei”, “Evangelii gaudium”, “Laudato si” y “Amoris laetitia”, ha ofrecido, por su parte, sugerencias y enseñanzas implícitamente muy valiosas para acertar con el camino de las ideas y de las experiencias de vida que posibiliten y faciliten a los hombres de buena voluntad fundamentar pre-políticamente el Estado democrático de derecho sobre los valores de una verdadera humanidad justa y solidaria. “En una sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes –enseñaba Benedicto XVI en audiencia especial concedida a los participantes en el III Sínodo Diocesano de la Archidiócesis de Madrid, el 4 de julio del año 2005– ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es, ante todo, comunicación de la verdad” [17].

He dicho.


[1] Cfr. Constitución Apostólica de san Juan Pablo II sobre las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, de 15 de agosto de 1990.

[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.

[3] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis, de 4 de marzo de 1979, 13.

[4] “Der freiheitliche, säkularisierte Staat lebt von Voraussetzungen, die er selbst nicht garantieren kann”: Ernst-Wolfgang Böckenförde, Kirche und christlicher Glaube in den Herausforderungen der Zeit, Berlín 2007, 229.

[5] Jürgen Habermas-Joseph Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung, Freiburg-Basel-Wien 2005, 26.

[6] E.W. Böckenförde, o.c. 225: “Die Französische Revolution brachte den politischen Staat, wie er in den konfessionellen Bürgerkriegen entstanden und von Hobbes vorgedacht worden war, zur Vollendung”.

[7] Heinrich Rommen, Die ewige Wiederkehr der Naturrechts, München 19472 , 159 con 147: “Der totale Staat und die Ideologie, auf die er sich beruft, sind Enderscheinungen und meinen nicht den Beginn einer neuen Ära.Ja, sie sind zu einem nicht geringen Teil das Endergebnis des Positivismus… Der moderne totale Staat und die ihn begründenden Ideologien aber bedeuten letzthin die reductio ad absurdum des Axioms: voluntas facit legem”. “Es sollte auch stutzig machen, dass die nationalsozialistische Revolution legal war im Sinne des Positivismus”.

[8] En el periódico Rhein-Neckar-Zeitung, recogido en: Gustav Radbruch, Rechtsphilosophie, Stuttgart 19565 , 335: “Diese Auffasung von Gesetz und seiner Geltung (wir nennen sie die positivistische Lehre) hat die Juristen wie das Volk wehrlos gemacht gegen so willkürliche, no so grausame, noch so verbrecherische Gesetze. Sie setzt letzten Endes das Recht der Macht gleich, nur wo die Macht ist, ist das Recht… Nein, es hat nicht zu heissen: alles, was dem Volke nützt, ist Recht, vielmehr umgekehrt: nur was Recht ist, nützt dem Volke”.

[9] Cfr. A. Truyol y Serra, Los derechos humanos, Madrid 20004 , 37ss., 145-147.

[10] Cfr. H. Dieter Schelausque, Naturrechtsdiskussion in Deutschland. Ein Überblick über Zwei Jahrzehnte: 1945-1965, Köln 1968; J. Hervada, Historia de la ciencia del derecho natural, Pamplona 1987, 311-329.

[11] Cfr. A.M. Rouco Varela, Los fundamentos de los derechos humanos. Una cuestión urgente, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 2001, 50 y ss.

[12] E.W. Böckenförde, o.c., 29/30.

[13] Cfr. M. Kriele, Befreiung und politische Aufklärung, Freiburg-Basel-Wien 1980, 187-217; A.M. Rouco Varela, o.c., 37 ss.

[14] J. Habermas-J. Ratzinger, o.c., 55: “die rationale oder die ethische oder die religiöse Weltformel, auf die alle sich einigen, und die dann das ganze tragen könnte, gibt es nicht. Jedenfalls ist sie gegenwärtig unerreichbar. Deswegen bleibt auch das sogenannte Weltethos eine Abstraktion”.

[15] Cfr. J. Habermas-J.Ratzinger, o.c., 55 ss., con 39 ss.: “Was die Welt zusammenhält”.

[16] Cfr. Julián Marías, Tratado de lo mejor. La moral y las formas de la vida, Madrid 1995, 137; J. Marías, Persona, Madrid 1996; Robert Spaeman, Personen. Versuche über den Unterschied zwischen “etwas” und “jemand”, Stuttgart 1996.

[17] Benedicto XVI, Audiencia especial, 4-VII-2005: Alfa y Omega, n.458 (7-VII- 2005), p.3.

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