Pentecostés: el fruto del Espíritu

Carta de Mons. D. Enrique Benavent Vidal
Arzobispo de Valencia

Domingo, 19 de mayo de 2024

La celebración de la solemnidad de Pentecostés, que es el culmen del tiempo de Pascua, es una buena ocasión para que reflexionemos sobre la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida cristiana. Él ha sido enviado a nuestros corazones y viene en ayuda de nuestra debilidad para que podamos llamarnos y ser en verdad cristianos: “nadie puede decir <<Jesús es Señor>> si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Co 12, 3).

A pesar de esto, para muchos cristianos es el gran olvidado. A diferencia de Cristo, que se hizo hombre y entró en la historia, su acción más difícil de discernir. Para superar esta “marginación” del Espíritu, en ciertos movimientos y grupos se quiere experimentar su presencia de una manera sensible, por medio de ciertos dones y carismas especiales concedidos a algunos cristianos. Ahora bien, las gracias extraordinarias no constituyen su acción fundamental. Quienes las reciben deben acogerlas con humildad y no creerse superiores a los demás, deben vivirlas en comunión con la Iglesia y para su edificación, y deben someterse al discernimiento de los pastores del Pueblo de Dios.

Si la acción del Espíritu fuera esta, nos encontraríamos ante una Iglesia en la que habría cristianos de distintas categorías, porque quienes las tuvieran podrían llegar a pensar que son mejores que los demás, y quien no las tuviera pensaría que no ha recibido el don del Espíritu. El Espíritu Santo es enviado a todos los creyentes en Cristo, por lo que nadie puede apropiarse de él; y su acción principal tiene un carácter invisible, ya que su efecto fundamental en el corazón de los creyentes es la vida de la gracia y la santificación.

El criterio fundamental para discernir si vivimos según el Espíritu no son las gracias visibles, sino su fruto en nuestros corazones. En la carta a los Gálatas (5, 22-23), san Pablo nos enseña que el “fruto” del Espíritu es el amor. Es importante caer en la cuenta de que en este texto no se habla de los “frutos”, sino del “fruto” (en singular) del Espíritu. Este detalle es importante para entender su acción en nosotros: el primer efecto del Espíritu Santo en nuestras vidas personales es despertar en nuestros corazones el amor filial a Dios nuestro Padre. Por ello, quien vive según el Espíritu puede llamar a Dios “Padre” y abandonarse en sus manos, con una confianza y un amor ilimitados.

Ahora bien, la autenticidad y la verdad de ese amor a Dios se manifiestan en aquellas actitudes que difunden el bien a todos los que nos rodean (alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad y lealtad) y que preservan al creyente del orgullo y del egoísmo (modestia y dominio de sí). Por el contrario, si un cristiano no está fundamentado en el amor a Dios como centro de su vida, con mucha facilidad se desanima en su vida cristiana, la vive como una carga que le resulta insoportable, o acaba cayendo en la tentación de pensar que es mejor que los demás.

Esta acción invisible, y no las gracias visibles que a menudo se manifiestan con una cierta espectacularidad, es la que nos ayuda a discernir su presencia en nosotros.

Con mi bendición y afecto.

✠ Enrique Benavent Vidal
Arzobispo de Valencia

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